Texto extraido de http://shangrilatextosaparte.blogspot.com/
TEXTURAS. "El romance de Astrea y Celadón". Ecos y resonancias en el cine de Eric Rohmer
Se comenta que El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d'Astrée et de Céladons, 2007) será la última película de Eric Rohmer. No sé cuánto fundamento habrá en tan temerosa afirmación, pero si habláramos de la calidad de su última cinta, el francés debería continuar haciendo cine durante otros cincuenta años. Muchos críticos han afirmado que se trata de una obra menor, superficial, casi inocua, pero con una visión más precisa y detallada nos daremos cuenta de que esta delicada, sutil y conmovedora película es una obra compleja y llena de recovecos, testamentaria en tanto en cuanto reúne todos los motivos y obsesiones de su cine, al modo del Fanny y Alexander (1982) bergmaniano. Bergman rodó veinte años más después de aquella cinta, pero en el caso de Rohmer es más difícil, porque ya tiene ochenta y siete a la espalda.
¿El fin del ciclo histórico?
Con esta película, el propio Eric Rohmer ha afirmado que cierra su ciclo histórico, poniendo la puntilla a las setenteras La marquesa de O (Die Marquise von O.., 1976) y Perceval le Gallois (1978), y a las recientes La inglesa y el duque (L'Anglaise et le duc, 2000) y Triple agente (Triple Agent, 2004). Por supuesto, sobre todas sobrevuela una coherencia apabullante, que no hace sino ratificar con su última propuesta.
Rohmer, ante todo, es honesto y sincero, así que comienza su relato poniendo las cartas sobre la mesa, rotulando sobre la pantalla que estamos ante la adaptación de La Astrea, mítica novela pastoril de Honoré d'Urfé, escrita en el siglo XVII aunque la acción se sitúe en la época medieval, muchos siglos atrás. Se nos dice que no es la intención del director recrear lo más fielmente posible la novela en el contexto de la acción, y mucho menos realizar una adaptación a nuestros días, sino comprender las maneras, formas y métodos de representación con que en el siglo XVII veían una época ya para ellos bastante pretérita. Las miradas de Rohmer al pasado no intentan actualizar las propuestas de sus autores. No intentan descontextualizar las obras, porque eso sería quitarles sus logros más importantes, despojarlas de toda esencia moral. Así pues, quizás estemos ante la vuelta de tuerca definitiva de Eric Rohmer al tema de la naturaleza de la representación, haciendo historia de la historia, reivindicando el poder antropológico del cine más allá del interés de estudiosos y eruditos. Rohmer nos invita a descubrir las huellas de nuestra civilización a través de unos diálogos elocuentes pero no exhibicionistas, haciéndonos ver el reflejo de nuestra época en unos códigos de conducta que hoy día serían difícilmente creíbles. Tampoco se molesta Rohmer en dar una excesiva verosimilitud al relato, porque sólo con el contexto adecuado es más que suficiente: sólo nos muestra una verdad transparente, que no necesita aditamentos, deudora tanto de Hawks como de Rossellini, y confía en el poder de un texto limpio, depurado y transmutado al universo Rohmer.
Como siempre, Rohmer realiza un proceso de vertebración de todas las artes, vinculando directamente la literatura y el cine con la pintura. Si detrás de La marquesa de O vemos los cuadros de Füssli, o tras La inglesa y el duque los paisajes de Corot, el propio director afirma haberse inspirado directamente en pinturas y grabados del siglo XVII para la búsqueda de exteriores. Siempre existe una vocación pictórica en el cine de Rohmer, pero sus películas históricas son las más proclives a ello, y en El romance de Astrea y Celadón podemos encontrar ecos de barrocos franceses como Nicolás Poussin, Simon Vouet o Claudio Lorena, a medio camino entre el paisajismo y la mitología.
¿El fin del ciclo histórico?
Con esta película, el propio Eric Rohmer ha afirmado que cierra su ciclo histórico, poniendo la puntilla a las setenteras La marquesa de O (Die Marquise von O.., 1976) y Perceval le Gallois (1978), y a las recientes La inglesa y el duque (L'Anglaise et le duc, 2000) y Triple agente (Triple Agent, 2004). Por supuesto, sobre todas sobrevuela una coherencia apabullante, que no hace sino ratificar con su última propuesta.
Rohmer, ante todo, es honesto y sincero, así que comienza su relato poniendo las cartas sobre la mesa, rotulando sobre la pantalla que estamos ante la adaptación de La Astrea, mítica novela pastoril de Honoré d'Urfé, escrita en el siglo XVII aunque la acción se sitúe en la época medieval, muchos siglos atrás. Se nos dice que no es la intención del director recrear lo más fielmente posible la novela en el contexto de la acción, y mucho menos realizar una adaptación a nuestros días, sino comprender las maneras, formas y métodos de representación con que en el siglo XVII veían una época ya para ellos bastante pretérita. Las miradas de Rohmer al pasado no intentan actualizar las propuestas de sus autores. No intentan descontextualizar las obras, porque eso sería quitarles sus logros más importantes, despojarlas de toda esencia moral. Así pues, quizás estemos ante la vuelta de tuerca definitiva de Eric Rohmer al tema de la naturaleza de la representación, haciendo historia de la historia, reivindicando el poder antropológico del cine más allá del interés de estudiosos y eruditos. Rohmer nos invita a descubrir las huellas de nuestra civilización a través de unos diálogos elocuentes pero no exhibicionistas, haciéndonos ver el reflejo de nuestra época en unos códigos de conducta que hoy día serían difícilmente creíbles. Tampoco se molesta Rohmer en dar una excesiva verosimilitud al relato, porque sólo con el contexto adecuado es más que suficiente: sólo nos muestra una verdad transparente, que no necesita aditamentos, deudora tanto de Hawks como de Rossellini, y confía en el poder de un texto limpio, depurado y transmutado al universo Rohmer.
Como siempre, Rohmer realiza un proceso de vertebración de todas las artes, vinculando directamente la literatura y el cine con la pintura. Si detrás de La marquesa de O vemos los cuadros de Füssli, o tras La inglesa y el duque los paisajes de Corot, el propio director afirma haberse inspirado directamente en pinturas y grabados del siglo XVII para la búsqueda de exteriores. Siempre existe una vocación pictórica en el cine de Rohmer, pero sus películas históricas son las más proclives a ello, y en El romance de Astrea y Celadón podemos encontrar ecos de barrocos franceses como Nicolás Poussin, Simon Vouet o Claudio Lorena, a medio camino entre el paisajismo y la mitología.
En su nueva película, Rohmer sigue cuidando con todo detalle el espacio escénico (haciendo gala de su doctorando en el espacio del cine de Murnau) realizando una composición geométrica de precisión cartesiana, sin llegar al nivel de estilización del cartón-piedra de Perceval le Gallois, pero con una participación fundamental y aparentemente espontánea del elemento natural. Junto con esto y la reducción de elementos, la distanciada interpretación de los actores contribuye a crear una atmósfera en la que el espectador puede analizar con detenimiento las piezas del rompecabezas emocional de los personajes con mayor precisión incluso que en sus películas "contemporáneas".
¿Cuento estacional o moral? ¿Comedia o proverbio?
La integración del paisaje en el carácter y sensibilidad de los personajes se aprecia aquí con muchísima fuerza, algo que nos remite directamente a la serie Cuentos de las cuatro estaciones, radicalizando el discurso respecto a éstas, y acercándose a la idea de cine del maestro Jean Renoir. Pero ante todo, comparte un carácter vitalista, juvenil, dionisíaco y responsable, heredero del vigor de un cuerpo recién nacido y la sabiduría de una mente que disfruta de todo el esplendor del crepúsculo.
Por otro lado, la naturaleza de "comedia" de enredo nos acerca a la serie de Comedias y proverbios, en la que Rohmer dio el protagonismo y las llaves del juego a los personajes femeninos, que suelen ser emocionalmente inestables o profundamente inteligentes. Aquí vemos casi todo a través de los ojos de Celadón, y las féminas son dibujadas con precisión pero sutilmente, a partir de brochazos en forma de diálogos, gestos o miradas. Primero tenemos a Astrea, espejo de Celadón y, como él, ingenua, dulce, dependiente, más un símbolo que un personaje, reflejo de las chicas que nos conmovieron (y sacaron de los nervios a los que no pudieron o quisieron comprenderlas) en El rayo verde (Le Rayon vert, 1986), La buena boda (Le Beau mariage, 1982) o Las noches de la luna llena (Les Nuits de la pleine lune, 1984). Después se nos muestra la inteligente, sensata y compleja ninfa Leónida, probablemente, personaje más interesante de la película, que desarrolla un interesantísimo juego conspirativo con el druida, quien hace el papel que habitualmente correspondería a una mujer, como pudimos ver en las, seguramente, dos mejores películas de los Cuentos de las cuatro estaciones: Cuento de otoño (Conte d'automne, 1998) y Cuento de primavera (Conte de printemps, 1990). Esta última ejerce de bisagra con las Comedias y proverbios y representa la curiosa paradoja de acercarse tremendamente al cine de Jacques Rivette siendo al tiempo la quintaesencia del cine de Rohmer, algo que también percibimos en El romance de Astrea y Celadón, en el juego de apariencias y máscaras, realidad y ficción que tan hábilmente se despliega, así como en la relación ninfa-druida, demiurgos de Celadón como lo es Rohmer de su propia obra.
La integración del paisaje en el carácter y sensibilidad de los personajes se aprecia aquí con muchísima fuerza, algo que nos remite directamente a la serie Cuentos de las cuatro estaciones, radicalizando el discurso respecto a éstas, y acercándose a la idea de cine del maestro Jean Renoir. Pero ante todo, comparte un carácter vitalista, juvenil, dionisíaco y responsable, heredero del vigor de un cuerpo recién nacido y la sabiduría de una mente que disfruta de todo el esplendor del crepúsculo.
Por otro lado, la naturaleza de "comedia" de enredo nos acerca a la serie de Comedias y proverbios, en la que Rohmer dio el protagonismo y las llaves del juego a los personajes femeninos, que suelen ser emocionalmente inestables o profundamente inteligentes. Aquí vemos casi todo a través de los ojos de Celadón, y las féminas son dibujadas con precisión pero sutilmente, a partir de brochazos en forma de diálogos, gestos o miradas. Primero tenemos a Astrea, espejo de Celadón y, como él, ingenua, dulce, dependiente, más un símbolo que un personaje, reflejo de las chicas que nos conmovieron (y sacaron de los nervios a los que no pudieron o quisieron comprenderlas) en El rayo verde (Le Rayon vert, 1986), La buena boda (Le Beau mariage, 1982) o Las noches de la luna llena (Les Nuits de la pleine lune, 1984). Después se nos muestra la inteligente, sensata y compleja ninfa Leónida, probablemente, personaje más interesante de la película, que desarrolla un interesantísimo juego conspirativo con el druida, quien hace el papel que habitualmente correspondería a una mujer, como pudimos ver en las, seguramente, dos mejores películas de los Cuentos de las cuatro estaciones: Cuento de otoño (Conte d'automne, 1998) y Cuento de primavera (Conte de printemps, 1990). Esta última ejerce de bisagra con las Comedias y proverbios y representa la curiosa paradoja de acercarse tremendamente al cine de Jacques Rivette siendo al tiempo la quintaesencia del cine de Rohmer, algo que también percibimos en El romance de Astrea y Celadón, en el juego de apariencias y máscaras, realidad y ficción que tan hábilmente se despliega, así como en la relación ninfa-druida, demiurgos de Celadón como lo es Rohmer de su propia obra.
Aunque la historia se centre, esencialmente, en los dos amantes protagonistas, es el elenco de secundarios el que da una riqueza admirable a la cinta. No llegamos a la prolija y maravillosa coralidad de Pauline en la playa (Pauline à la plage, 1983), con la que comparte el feliz canto a la vida, pero las ninfas y el druida tienen una importancia estimable, al igual que el hermano de Astrea y el jubiloso bardo, que sirven a Rohmer para establecer un interesante y ambiguo apunte sobre la necesidad de pureza de los sentimientos: "Es cierto que el personaje de Lycidas defiende un punto de vista en el que el amor ordena y dirige el mundo, en el que el hombre y la naturaleza están en una armonía perfecta y que frente a él está Hylas, el bardo, que sostiene la inconstancia de los sentimientos". "No son puritanos contra libertinos, sino la fidelidad y la razón frente a la inconstancia y la pasión. Pero los razonantes también saben de la pasión(1)". Vamos, Rohmer en estado puro.
1. Fragmento de la entrevista de Eric Rohmer en El País, con motivo del estreno de El romance de Astrea y Celadón.
1. Fragmento de la entrevista de Eric Rohmer en El País, con motivo del estreno de El romance de Astrea y Celadón.
Sin embargo, aunque parezca mentira dada la lejanía en el tiempo, seguramente sean los films de la serie de seis cuentos morales los más cercanos en idea y espíritu a la nueva película de Eric Rohmer. Partiendo del ambiente rural y bucólico que nos recuerda los campestres escenarios de La coleccionista (La Collectionneuse, 1967) y La rodilla de Clara (Le Genou de Claire, 1971) podemos establecer toda una serie de resonancias y juegos especulares que nos depararán más de una sorpresa.
Para empezar tenemos, al igual que en aquellas, una voz en off que corresponde al personaje masculino y cuya polémica inclusión ha defendido Rohmer con argumentos irrebatibles: "Es mi homenaje a la literatura. Cuando filmo a la pastora durmiendo, sobre la hierba, con la falda arremangada por el viento, los muslos al aire, la boca entreabierta... en ese momento consideré que había que poner la voz en off leyendo la descripción que hace D'Urfé para que todo el mundo sepa que ese maravilloso erotismo ya está en el libro, que no es una invención mía(2)”. Y Rohmer nos muestra en ese plano su incansable búsqueda de la belleza, desencadenada mediante una radical defensa del erotismo más allá de interpretaciones frívolas, mostrando cómo un alma pura en un paisaje puro puede dar lugar a un cuerpo puro sin renunciar a una profunda exaltación del amor físico. Celadón observa el cuerpo de Astrea con una inocencia y admiración que despoja el sexo de cualquier connotación negativa, como ha sido entendido durante muchos años, y no sólo en el siglo V que habitan los protagonistas. ¿Así se veían las cosas en el siglo XVII? Así las veía, al menos, Honoré d'Urfé, y así nos las ha querido transmitir Rohmer. Nadie lo habría hecho mejor.
2. Fragmento de la entrevista de Eric Rohmer en El País, con motivo del estreno de El romance de Astrea y Celadón.
Para empezar tenemos, al igual que en aquellas, una voz en off que corresponde al personaje masculino y cuya polémica inclusión ha defendido Rohmer con argumentos irrebatibles: "Es mi homenaje a la literatura. Cuando filmo a la pastora durmiendo, sobre la hierba, con la falda arremangada por el viento, los muslos al aire, la boca entreabierta... en ese momento consideré que había que poner la voz en off leyendo la descripción que hace D'Urfé para que todo el mundo sepa que ese maravilloso erotismo ya está en el libro, que no es una invención mía(2)”. Y Rohmer nos muestra en ese plano su incansable búsqueda de la belleza, desencadenada mediante una radical defensa del erotismo más allá de interpretaciones frívolas, mostrando cómo un alma pura en un paisaje puro puede dar lugar a un cuerpo puro sin renunciar a una profunda exaltación del amor físico. Celadón observa el cuerpo de Astrea con una inocencia y admiración que despoja el sexo de cualquier connotación negativa, como ha sido entendido durante muchos años, y no sólo en el siglo V que habitan los protagonistas. ¿Así se veían las cosas en el siglo XVII? Así las veía, al menos, Honoré d'Urfé, y así nos las ha querido transmitir Rohmer. Nadie lo habría hecho mejor.
2. Fragmento de la entrevista de Eric Rohmer en El País, con motivo del estreno de El romance de Astrea y Celadón.
A vueltas con ese mismo plano, no es la primera vez que lo vemos en el cine del director francés. Se produce una situación casi calcada en una de las primeras secuencias de La coleccionista, cambiando el contexto por una casa en medio del campo y una puerta entreabierta. Podríamos decir que la situación es simétrica, ya que allí el protagonista observa a la chica, pero no hay pureza ni ingenuidad, sino simplemente deseo. Rohmer no alaba ni condena, pero nos hace comprender la naturaleza de la mirada con una elocuencia admirable, dejando para el espectador el posible juicio moral que, en todo caso, debe ser silencioso y callado, dispuesto a la comprensión y alejado del dictado de grandes dogmas y verdades.
Volviendo a la secuencia original, vemos cómo Celadón se tiende sobre Astrea como si buscara hacerle el amor sin que ella fuera consciente, como un acto de necrofilia que hacia el final de la película derivará hacia terrenos que apuntan aún más directamente al Vertigo (1958) de Hitchcock. Siempre ha habido suspense en las películas de Rohmer (no el suspense al que estamos habituados, obviamente, sino otro de corte intimista y emocional), pero parece que ha esperado hasta los ochenta y siete años, exactamente cincuenta después de la publicación (junto con Claude Chabrol) de su libro monográfico sobre Hitchcock, para rendir el homenaje definitivo al genio británico.
Volviendo a la secuencia original, vemos cómo Celadón se tiende sobre Astrea como si buscara hacerle el amor sin que ella fuera consciente, como un acto de necrofilia que hacia el final de la película derivará hacia terrenos que apuntan aún más directamente al Vertigo (1958) de Hitchcock. Siempre ha habido suspense en las películas de Rohmer (no el suspense al que estamos habituados, obviamente, sino otro de corte intimista y emocional), pero parece que ha esperado hasta los ochenta y siete años, exactamente cincuenta después de la publicación (junto con Claude Chabrol) de su libro monográfico sobre Hitchcock, para rendir el homenaje definitivo al genio británico.
Y, sin dar más vueltas, vamos a decir que El romance de Astrea y Celadón es, completamente, un cuento moral en el que se confronta la felicidad propia con un rígido código de conducta para mostrarnos lo necesario de la flexibilidad y la interpretación de cara a un alegre discurrir vital. Pero, por otro lado, se nos muestra que mediante esa rigidez, que puede parecer absurda, se puede llegar a la finalidad deseada, por lo que Rohmer, una vez más, no toma partido. Nos enseña los caminos, lanza los dados y juega a las probabilidades como discípulo aventajado del filósofo Pascal.
No llegamos a Pascal a través de una divagación difusa, ni porque el pensador francés (curiosamente, piedra angular de la intelectualidad del siglo XVII) sea fundamental en la manera de concebir el mundo de Eric Rohmer, sino porque la película establece un diálogo claro y directo con una de las obras más populares e importantes del realizador: Mi noche con Maud (Ma Nuit chez Maud, 1969). Ya hemos señalado que la elucubración en torno a la rigidez de los principios morales es uno de los principales temas del film, y en este sentido sería equivalente a la diatriba del católico que duda ante la posibilidad de irse a la cama con Maud.
También podemos relacionar en ambas películas la presencia explícita del elemento religioso, y más exactamente católico, lo que no suele ser muy habitual en el realizador francés. En una conversación entre Celadón y el druida, que puede parecer fuera de lugar si no se le busca un sentido, se debate sobre lo sagrado y lo profano, sobre la naturaleza de la palabra "Dios" en su divergencia de "dioses", sobre la divinidad de lo único y la imposibilidad de la réplica. En cierto modo, creo que Rohmer también pensaba aquí en el auténtico arte (la belleza, en definitiva), ese que no puede ser reproducido y tiene un efecto divino sobre los espectadores-mortales. La búsqueda de las raíces cristianas en medio de druidas y pastores, como es lógico, se corresponde al momento en que se escribió la novela, en plena Contrarreforma, y al carácter profundamente católico de Honoré d'Urfé, cuyos horizontes Rohmer amplía y lleva a su terreno. En cierto modo, el ingeniero católico (y con él sus principios) de Mi noche con Maud es hijo de "los druidas" que meditaron el tema en el siglo XVII, y las ideas de fidelidad y posesión, tan retratadas en ambas películas, pueden ser consecuencia del pensamiento heredado de divinidad única. ¿Están estrechamente relacionados el monoteísmo y la monogamia? Otra idea que sobrevuela la película.
Pero no acaban aquí las resonancias con Mi noche con Maud, que podríamos extender a su Cuento de invierno, porque otro punto clave de la película está en la delimitación de la frontera entre causalidad y casualidad. ¿Es casual que Astrea encuentre algo que ha sido pergeñado por Celadón con la idea de que la providencia le ayude a que ese encuentro se produzca?
Además de la fidelidad, los celos conforman el otro tema más visible de la última película de Eric Rohmer, lo cual tampoco es ninguna novedad, pues se trata de un asunto fundamental en algunas de sus obras, como La mujer del aviador (La Femme de l'aviateur, 1980), Pauline en la playa o Las noches de la luna llena. Al igual que en éstas, los celos de Astrea se nos muestran como algo atávico y abstruso, cuya dictadura sólo puede ser controlada por una razón que no intente bucear en las causas sino en las consecuencias.
Eric Rohmer ha rodado una película matemática, perfecta y humana, con un ritmo cadencioso salpicado de encadenados y fundidos, con un cuidado ejemplar del sonido (ese gran olvidado que el francés siempre utiliza con aliento poético), pero en la que lo más importante es la búsqueda de la belleza, ese ideal al que ha aspirado su filmografía a través de varias décadas y que tantas veces ha conseguido. Porque para combatir la ausencia de belleza con la que debemos lidiar a diario no nos sirve más que la mitificación del instante mágico, la evocación del momento en que se pudo acariciar la rodilla de Clara, la degustación de una emoción sugerida por el retrato del medallón de una amada lejana, o la esperanza de encontrar, algún día, en algún lugar, el dichoso y huidizo rayo verde.

Texto: Faustino Sánchez
Fotos: El romance de Astrea y Celadón
Otros enlaces:
+ Entrevista en "El País"
+ Entrevista en "También los cineastas empezaron pequeños"
+ "Federación catalana de cineclubs"
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1 comentario:
INTERESANTÍSIMO ESTUDIO SOBRE LA QUE SEGURAMENTE SERÁ LA ÚLTIMA PELÍCULA DE ESE GRAN CINEASTA QUE ES ERIC ROHMER.
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